El viento hace sentir su fuerza golpeando contra el frente de casa, crujen las tejas, zamarrea las persianas. La madera de los techos parece contraerse sosteniendo la estructura. La lluvia, en oleadas, sacude los ventanales. En mi cama, a oscuras, me detengo en todos esos ruidos.
La tormenta agita con furia sus armas más poderosas, agua por su boca, viento por sus ojos. Es como una mujer despechada agitando su enojo, destruye lo construído. Lo desarma.
Mirada de rayo, corazón de trueno, nada puede detener su dolor. No le basta con hacer tambalear las raices del arbol más añejo, convertir las calles en aguas inquietas o asustar a los niños con sus gritos desesperados.
Pero la ira más extrema esconde la debilidad y la impotencia. La desilución y la amargura. Como aceptando su destino la tormenta se hace lluvia, y deja caer sobre mi techo sus lágrimas. Ya no hay resentimiento ni lugar para la venganza, dejó todo en la batalla.
Y en mi cama, sigo dibujando su rostro, no me atemoriza ni me entristece, la miro a los ojos y la comprendo. No es tan fuerte como todos creen. Me da ternura. Ella es explosiva, impulsiva, impaciente, ansiosa y sensible, generosa y romántica. Del desahogo a la calma. De la calma al silencio.
Hecha un bollito, acurrucada entre sábanas y almohadas, por una noche, me sentí tormenta.